Rollos de papel gigantes

Esta historia se teje con agujas circulares y empieza por ahí de 1989 en una cafetería de esas que ganaron fama por su olor a bisquet con mantequilla y lecheros servidos a dos jarras. El único e inigualable Kiko’s” estaba en la esquina de Sombrereros y avenida Hidalgo y fue sede  del grupo de tejido de mi abuela y sus amigas por más de 15 años.

Esquina de Sombrereros y Avenida Hidalgo

Esquina de Sombrereros y Avenida Hidalgo

Más o menos desde que aprendí a contar hasta diez fui compañera y cómplice de tejido de mi abuela, mi tarea era observar y enrollar madejas de estambre mientras ella me dejaba chopear mi bisquet en su café y yo hacía como que no escuchaba los chismazos que sólo se cuentan después de veinte vueltas de derecho y otras 20 de revés. Acompañar a mi abuela al tejido era mi aventura favorita, empezando por irme de pinta de la escuela, cruzar la ciudad de sur a centro, recibir todos sus mimos y pasar horas enteras observando desde la ventana cómo un montacargas subía y bajaba enormes rollos de papel mientras mis manos daban vueltas a una hebra de estambre. 


Cuando cumplí trece años tuve que elegir un taller escolar y ‘Tejido’ sonaba a una fiesta imperdible que se acabó cuando tuve que aprender a tejer, mi mano zurda terminó con la paciencia de una maestra septuagenaria que de plano me dijo ‘No, mijita, tú mejor pinta cerámica’. Mi abuela y mi madre -que difícilmente aceptaban un no como respuesta- viendo mi frustración y mi derrota por no poder participar de la fiesta del estambre, tomaron la misión en sus manos y después de una larga batalla, mi papá estrenó en pleno frío polar del sol de junio una espantosa bufanda blanca -in your face, maestra-.


De mi taller de tejido no sólo me gustaba el tejido, me gustaba lo que sucedía en el salón mientras tejíamos; las risas eran incontenibles, todos los temas eran bienvenidos, no queríamos que se acabara el tiempo ahí. Después de mi taller en secundaria, tejer se volvió mi pasatiempo solitario, mis proyectos me acompañaban en la mochila y aprovechaba ratos libres para avanzar entre miradas raras de gente que asociaba tejer con una actividad de su (inserte aquí figura familiar femenina de la tercera edad).


En otros momentos coincidí con amigas para tejer, todas ellas siguen de alguna manera presentes en mi vida pero esos espacios fueron diluyéndose entre otros intereses y ocupaciones. 


Por ahí de junio de 2019, encontré navegando por redes sociales a un grupo de chicas que se reunían los jueves ¡a tejer!. Se presentaban diciendo que no era el tejido de tu abuelita y me quedó claro que era verdad cuando me dí cuenta que la cita era en una cantina. Pregunté cómo se hacía para participar y la respuesta fue clara y rápida “a las ocho y media en el Xelha de la Condesa, vente” y justo eso hice.


Llegué a la cantina, tímida ¿cómo me iba a sentar en una mesa donde no conocía a nadie?, ¿y si no les caía bien?, ¿y si no teníamos nada en común? Al final sólo me acerqué a la mesa, saludé, saqué mi estambre y me quité la pena con un vaso de Fernet con Coca Cola que duró más bien poco. Un año después, sigo sentándome en esa mesa -en sentido figurado porque fucking Covid- y me dí cuenta que no importa si tenemos mucho o poco en común, nos une tejer y eso es suficiente. 


Desde los días en los que sólo hacía madejas de estambre he sido testigo de cómo los grupos de mujeres que se reúnen a tejer se vuelven más sólidos con cada punto que pasa a la otra aguja y el cariño crece al mismo tiempo que crecen de tus manos por igual suéteres que manteles. Hoy las desconocidas de la cantina son mis amigas, las quiero y agradezco conocerlas, me recibieron con amor, me abrieron un espacio en el que me siento incluida y muy querida, me invitaron a colaborar en proyectos colectivos a pesar de desconocer la técnica, me ayudaron a aprender cosas nuevas y me echaron porras hasta que las terminé. 


Me gusta tejer con mis amigas y coincido con ellas que tejer no es para las abuelitas, de hecho me parece que tejer es muy punk, aunque siempre agradeceré haber tenido cerca a mujeres que tejen y me enseñaron a hacerlo. 


Al inicio de esta historia dije que se tejía con agujas circulares y ya acercándome al final, remató con el recuerdo de una mañana de clases muertas cuando estudiaba periodismo. Me senté en la barra del Oxxo de la esquina, compré un café, saqué mi tejido y vi el montacargas de la esquina de Sombrereros y Avenida Hidalgo desplazando los mismos rollos de papel que a pesar de los años me seguían pareciendo gigantes.